lunes, 5 de agosto de 2013

Un fragmento incendiario de mi texto sin terminar...

La grieta en la pared que se bifurcaba detrás de los trofeos solía fastidiarme cada vez que la veía al entrar a mi habitación. Salvo esa noche que excepcionalmente la pasé por alto y fui, espontáneo, hasta el borde de la cama; como si estuviera electrificada sin embargo me paré de nuevo un poco turbado. Amagué un paso hacia la mesita de luz y noté la vista obnubilada. Volví a descender; en cuclillas, un tirón me recordó que tenía aductores, jadeé y observé muy nervioso las baldosas como si cien ciempiés caminaran dentro de mi cuerpo. Una pelusa gris como una cana rodó hasta rozarme las zapatillas y de un zarpazo la destrocé con las yemas de los dedos. Agua necesitás, me dije, no no, no, pensá: falta poco para mañana a dormir ya pasó mañana en el tren te colocás los auriculares y pones música reproducción aleatoria mirás por la ventanilla tenés el oxido de los antiguos vagones debajo del puente gratis tenés el óxido coches fantasmales uno arriba de otro cuántos vas a reírte de las canchas de tenis polvo de ladrillo que vienen despúes. No sé. Descalzo salí del cuarto y sin prender las luces, fui hasta la heladera. Un banquito, con pantalones arrugados encima, se interpuso: mi rodilla y cierto extremo puntiagudo colisionaron fuerte; contuve el insulto, renguee hasta la meta y saqué una jarra congeladísima. La garganta se enfriaba mientras alguien en el sofá, frente a la tele, dormía como un ángel despatarrado; una voz, con acento portugués, prometía salvación; desde afuera venían ladridos del ovejero alemán cuyo par vecino le contestaba con otro más altisonante. Lo peor fue el coro de grillos que, al unísono, no desafinaron jamás. Esa sincronía a altas horas de la noche, la difusas imágenes mentales de un molde de piletas prendido fuego y de un blaiser de pana gris desencadenaron una especie de electricidad que viajó por todo mi cuerpo y me coaccionó a vaciar la jarra con violencia. Entonces me quité la musculosa: voló. Salí al patio y me ubiqué paralelo a la sala que quiso ser un garaje y que devino almacén: nadie, ningún caminante trasnochado, podía verme desde la calle; el calor seco había espantado a los mosquitos. Me saqué la ropa acelerado, en plena intemperie busqué agua y vi una manguera; febril, la desenrollé vertiginosamente como si una cuenta regresiva avizorara el fin del mundo; abrí la llave: viajó como por un túnel de goma; al cabo de unos segundos brotó casi cristalina: se esparció, calma, avanzando sobre las sombras del piso. Giré la perilla hasta el extremo para propulsar al máximo la potencia del chorro, levanté el pico y lo rodee con los dedos como si fuera una cabeza de serpiente; luego puse el índice en el medio, apunté hacia la luna y ascendió impetuosa; yo quedé perfectamente debajo de la curva fresca que hizo el agua, ahora, multiplicada en gotas solidarias que caían en forma de paraguas; fue rica y un empape. No te precipites ya esta listo tenés lo que necesitás próximo paso reinversión reactivá Desa acordate de Desa continuá no pierdas tiempo Dalmi Lore esperan carbonato espátulas resina brochas yelco pinceles batidoras producción producción si a dormir qué espectaculares van a salir los moldes nuevos ¿no? No. Sopló una brisa y subí la escalera, trepé a la terraza y me hipnotizó el haz de luz sobre el techo de membranas plateadas; caminé en círculo mientras mi cuerpo se secaba; un gato, menos lindo que amarillo, en plena travesía nocturna, de techo en techo, surcaba transversalmente la cuadra. No había, nunca hubo, silencio: a lo lejos, la descarga de un tiro. No se puede no se p...Bajé y con el movimiento de un péndulo moví un pie después de cerrar la llave y desarmé el charco hasta aburrirme. Volví a entrar; a oscuras y de memoria fui directo a mí habitación, encendí el velador y vi mi biblioteca pequeña y atiborrada, mi alfombra lisa y mis mancuernas; un impulso logró deshacer la cama. Nadie acompaña es complicado fijate pregunta no creas esperá. Caí desplomado sobre el azul marino de las sábanas; por demás agitado quise ver un mensaje cifrado en las figuras anárquicas que se acentuaban en el techo de machimbre. No te conviene leer nada ninguna señal. Nnnnnn, algo vibró cerca: el celular y su modesto modo de mediar entre alguien y yo; lo ignoré. De un tarrito saqué un fibrón negro de trazo fino: me subí al respaldo de la cama y remarqué la grieta, como si la estuviera calcando. A partir de los laterales fui sacando líneas verticales con pulso frenético, líneas horizontales, disparejamente, animado, saqué líneas oblicuas, curvas y curvas; de pronto resplandeció un dibujo similar a un río que se ramificaba en muchos canales finitos pero radicalizados hasta alcanzar el piso y la otra esquina donde favorablemente ninguna araña anidó. Prolongué el trazo hasta donde estaba colgada la medalla de un olvidable tercer puesto, tanto, tanto, hasta pasar intempestivamente sobre una representación cartográfica del territorio de la Argentina, colgada de un clavo, con letras cursivas y muy  cuidadas que decían República. Fue necesario trepar veladores, cajoneras y, fundamental, caer afiebrado sobre las baldosas sin hacerme el menor rasguño, ni hilitos de sangre colgando, ni borbotones rojos: intacto, lúcido, contemplé desde el suelo aquel gran grafo y luego aluciné que la pared se movía. Hablé fuerte y no me oí acaso por el cosquilleo en la nuca, acaso por una sensación de estremecimiento estomacal similar al hambre. Las plantas la ansiada reinversión el polvo de ladrillo los vagones oxidados el cielo anaranjado las manos en los bolsillos solo volviendo de muy lejos ¿no van más? No. Si. Pero. Luego cerré los ojos y el sopor sobrevino: no sé si dormí horas o minutos, lo cierto es que no soñé nada hasta escuchar, otra vez, el minúsculo temblor del celular. Salí, junté la ropa desparramada por el patio y me vestí. Un bicho aleteó con su intermitente lucecita anatómica. Los grillos melindrosos seguían coreando pero ya no me molestaban. No había, nunca hubo, silencio: a lo lejos una bomba de estruendo. Podrías viajar hacer dedo mojarte con la lluvia regresar con un camionero serio cargar liviano la mochila enamorarte de una norteña fotografiar llamas carismáticas. No. Salí a la calle y sin prestar atención a lo que existía a mi alcance miré más allá: pinos enormes que como dos guardianes se erguían justo donde el barrio sufría un avatar que no me simpatizaba: una sucesión de casas quintas, más o menos caras, más o menos berretas, pero que se saturaban de gente que vedaba saludos, gente con insaciables ganas de exponerse a rayos ultravioleta, invisibles durante la semana laboral y cuantiosamente presentes los sábados y domingos. Una vecina, Jeni, en calzas negras, poniéndose una gorra verde después de cerrar despacio la puerta, se iba, serena, a pasar la noche despachando nafta. Caminé hacia el tronco de uso público, es decir hasta el ex árbol que yacía acostado y que tenía la virtud de reunir personas; apoyé el pie izquierdo y me até los cordones. Podrías tomar mucho mucho fernet atarte un pañuelo en la cara como un Tuarek salir a tirar molotovs piedras derribar policías destrozar autos romper vidrios. No. La impresión que me causó ver mis zapatillas de lona, gastadas y sucias fue tan fuerte que, en principio, quise correr para alcanzarla y decir, gritar: Jeni, ¿nunca sentiste…cuando das nafta…antes de poner la tapa…nunca sentiste Jeni nunca sentiste…ganas irrefrenables de meter la colilla de un cigarrillo…todavía fulgurando? Tras un ligero espasmo volví, sin embargo, a mi habitación y me acosté. No había, nunca hubo, silencio: a lo lejos la sirena de los bomberos.