La grieta en la pared que se bifurcaba
detrás de los trofeos solía fastidiarme cada vez que la veía al entrar a mi
habitación. Salvo esa noche que excepcionalmente la pasé por alto y fui, espontáneo,
hasta el borde de la cama; como si estuviera electrificada sin embargo me paré
de nuevo un poco turbado. Amagué un paso hacia la mesita de luz y noté la vista
obnubilada. Volví a descender; en cuclillas, un tirón me recordó que tenía aductores,
jadeé y observé muy nervioso las baldosas como si cien ciempiés caminaran
dentro de mi cuerpo. Una pelusa gris como una cana rodó hasta rozarme las
zapatillas y de un zarpazo la destrocé con las yemas de los dedos. Agua necesitás,
me dije, no no, no, pensá: falta poco para mañana a dormir ya pasó mañana en el
tren te colocás los auriculares y pones música reproducción aleatoria mirás por
la ventanilla tenés el oxido de los antiguos vagones debajo del puente gratis tenés
el óxido coches fantasmales uno arriba de otro cuántos vas a reírte de las
canchas de tenis polvo de ladrillo que vienen despúes. No sé. Descalzo salí del
cuarto y sin prender las luces, fui hasta la heladera. Un banquito, con
pantalones arrugados encima, se interpuso: mi rodilla y cierto extremo
puntiagudo colisionaron fuerte; contuve el insulto, renguee hasta la meta y saqué
una jarra congeladísima. La garganta se enfriaba mientras alguien en el sofá,
frente a la tele, dormía como un ángel despatarrado; una voz, con acento
portugués, prometía salvación; desde afuera venían ladridos del ovejero alemán cuyo
par vecino le contestaba con otro más altisonante. Lo peor fue el coro de grillos
que, al unísono, no desafinaron jamás. Esa sincronía a altas horas de la noche,
la difusas imágenes mentales de un molde de piletas prendido fuego y de un
blaiser de pana gris desencadenaron una especie de electricidad que viajó por
todo mi cuerpo y me coaccionó a vaciar la jarra con violencia. Entonces me
quité la musculosa: voló. Salí al patio y me ubiqué paralelo a la sala que
quiso ser un garaje y que devino almacén: nadie, ningún caminante trasnochado, podía
verme desde la calle; el calor seco había espantado a los mosquitos. Me saqué
la ropa acelerado, en plena intemperie busqué agua y vi una manguera; febril,
la desenrollé vertiginosamente como si una cuenta regresiva avizorara el fin
del mundo; abrí la llave: viajó como por un túnel de goma; al cabo de unos
segundos brotó casi cristalina: se esparció, calma, avanzando sobre las sombras
del piso. Giré la perilla hasta el extremo para propulsar al máximo la potencia
del chorro, levanté el pico y lo rodee con los dedos como si fuera una cabeza
de serpiente; luego puse el índice en el medio, apunté hacia la luna y ascendió
impetuosa; yo quedé perfectamente debajo de la curva fresca que hizo el agua,
ahora, multiplicada en gotas solidarias que caían en forma de paraguas; fue
rica y un empape. No te precipites ya esta listo tenés lo que necesitás próximo
paso reinversión reactivá Desa acordate de Desa continuá no pierdas tiempo
Dalmi Lore esperan carbonato espátulas resina brochas yelco pinceles batidoras producción
producción si a dormir qué espectaculares van a salir los moldes nuevos ¿no?
No. Sopló una brisa y subí la escalera, trepé a la terraza y me hipnotizó el
haz de luz sobre el techo de membranas plateadas; caminé en círculo mientras mi
cuerpo se secaba; un gato, menos lindo que amarillo, en plena travesía nocturna,
de techo en techo, surcaba transversalmente la cuadra. No había, nunca hubo,
silencio: a lo lejos, la descarga de un tiro. No se puede no se p...Bajé y con
el movimiento de un péndulo moví un pie después de cerrar la llave y desarmé el
charco hasta aburrirme. Volví a entrar; a oscuras y de memoria fui directo a mí
habitación, encendí el velador y vi mi biblioteca pequeña y atiborrada, mi
alfombra lisa y mis mancuernas; un impulso logró deshacer la cama. Nadie
acompaña es complicado fijate pregunta no creas esperá. Caí desplomado sobre el
azul marino de las sábanas; por demás agitado quise ver un mensaje cifrado en
las figuras anárquicas que se acentuaban en el techo de machimbre. No te
conviene leer nada ninguna señal. Nnnnnn, algo vibró cerca: el celular y su
modesto modo de mediar entre alguien y yo; lo ignoré. De un tarrito saqué un fibrón
negro de trazo fino: me subí al respaldo de la cama y remarqué la grieta, como
si la estuviera calcando. A partir de los laterales fui sacando líneas
verticales con pulso frenético, líneas horizontales, disparejamente, animado,
saqué líneas oblicuas, curvas y curvas; de pronto resplandeció un dibujo
similar a un río que se ramificaba en muchos canales finitos pero radicalizados
hasta alcanzar el piso y la otra esquina donde favorablemente ninguna araña
anidó. Prolongué el trazo hasta donde estaba colgada la medalla de un olvidable
tercer puesto, tanto, tanto, hasta pasar intempestivamente sobre una representación
cartográfica del territorio de la Argentina, colgada de un clavo, con letras cursivas
y muy cuidadas que decían República. Fue
necesario trepar veladores, cajoneras y, fundamental, caer afiebrado sobre las
baldosas sin hacerme el menor rasguño, ni hilitos de sangre colgando, ni borbotones
rojos: intacto, lúcido, contemplé desde el suelo aquel gran grafo y luego aluciné
que la pared se movía. Hablé fuerte y no me oí acaso por el cosquilleo en la
nuca, acaso por una sensación de estremecimiento estomacal similar al hambre. Las
plantas la ansiada reinversión el polvo de ladrillo los vagones oxidados el
cielo anaranjado las manos en los bolsillos solo volviendo de muy lejos ¿no van
más? No. Si. Pero. Luego cerré los ojos y el sopor sobrevino: no sé si dormí horas
o minutos, lo cierto es que no soñé nada hasta escuchar, otra vez, el minúsculo
temblor del celular. Salí, junté la ropa desparramada por el patio y me vestí.
Un bicho aleteó con su intermitente lucecita anatómica. Los grillos melindrosos
seguían coreando pero ya no me molestaban. No había, nunca hubo, silencio: a lo
lejos una bomba de estruendo. Podrías viajar hacer dedo mojarte con la lluvia
regresar con un camionero serio cargar liviano la mochila enamorarte de una
norteña fotografiar llamas carismáticas. No. Salí a la calle y sin prestar
atención a lo que existía a mi alcance miré más allá: pinos enormes que como
dos guardianes se erguían justo donde el barrio sufría un avatar que no me
simpatizaba: una sucesión de casas quintas, más o menos caras, más o menos
berretas, pero que se saturaban de gente que vedaba saludos, gente con
insaciables ganas de exponerse a rayos ultravioleta, invisibles durante la
semana laboral y cuantiosamente presentes los sábados y domingos. Una vecina,
Jeni, en calzas negras, poniéndose una gorra verde después de cerrar despacio
la puerta, se iba, serena, a pasar la noche despachando nafta. Caminé hacia el
tronco de uso público, es decir hasta el ex árbol que yacía acostado y que
tenía la virtud de reunir personas; apoyé el pie izquierdo y me até los
cordones. Podrías tomar mucho mucho fernet atarte un pañuelo en la cara como un
Tuarek salir a tirar molotovs piedras derribar policías destrozar autos romper
vidrios. No. La impresión que me causó ver mis zapatillas de lona, gastadas y
sucias fue tan fuerte que, en principio, quise correr para alcanzarla y decir,
gritar: Jeni, ¿nunca sentiste…cuando das nafta…antes de poner la tapa…nunca
sentiste Jeni nunca sentiste…ganas irrefrenables de meter la colilla de un
cigarrillo…todavía fulgurando? Tras un ligero espasmo volví, sin embargo, a mi
habitación y me acosté. No había, nunca hubo, silencio: a lo lejos la sirena de
los bomberos.