viernes, 3 de mayo de 2013

Acá para dar apoyo escolar se usa la colección de libros de cuentos clásicos de una revista infantil que dejó de publicarse. También hay una voz que viene desde afuera de la prefabricada y que repite, orgullosa, lo que se lee en el cartel con letras hechas en cartulina: Copa de Leche. Dos repisas forman el proyecto de biblioteca; libros y revistas para colorear incompletan los estantes. Está muy bien, pienso; pero falta el piso y las paredes tienen aberturas (no estoy hablando necesariamente de ventanas: el viento es una risa ráfagas chiflan por todas las hendijas, dice Durand en mi cabeza). ¿Dónde está la Responsable del Lugar? suelto abruptamente.

Me recuerda un compañero, mientras llena de datos elocuentes una planilla estatal, que la Responsable del Lugar fue a reunirse con una Senadora del Partido.

Afuera el ropero comunitario es un éxito: los caballetes y las tablas sobre las que se apoyan las clasificadas prendas parecen tambalear abrumadas: para organizar eso se requirió paciencia, manos ágiles e incluso molestar el descanso de una gata negra que, ahora acomodada más lejos, no ronronea, ronca: dos nenes se ríen a carcajadas. Entre los dos hay un poco más de un metro de estatura y ambos tienen el pelo lacio, rubio y largo; les pregunto sin son gemelos y ellos sólo simulan interesarles lo que pasa alrededor: muchas mujeres de variadas edades eligen y eligen; de fondo suena un tema movido: no sé si es música electrónica o un tema demasiado nuevo y demasiado remixado. Las banderas colgadas, de tela tafeta, contrastan incomparablemente con el color del machimbre.

Como dijo el General, vayan y ganen; y entonces vamos: jugamos un fulbito en una cancha diseñada por el combinado barrial; y perdemos. Ah, sin embargo el tierral, la revolcada involuntaria, el gusto seco en la lengua son placeres mínimos de la tarde.
...

Hay un alambrado al principio. La calle de tierra se corta donde abundantes piedras disimulan la profundidad de un pozo que jamás será nombrado con la palabra bache. Tomo y convido mate mirando cómo las casas parecen flotar sobre una superficie formada por matas de pasto y tierra seca. Más cerca está estacionada una camioneta cuyo ploteado la identifica con una Oficina del Estado Nacional. En un misterioso instante, uno de los chicos, inquieto, tropieza con una protuberante raíz de un árbol y vuelca el vaso descartable con leche chocolatada sobre el baúl  abierto de par en par.

Luego, la secuencia es exacta: el viento taña una hoja y se larga a llover torrencialmente. Juntamos las cosas, es decir, muy veloces, guardamos elementos que, en otro contexto del país, no tendrían nada que ver unos con otros: sogas, cámaras fotográficas, stencils, lapiceras.

Al regreso, el colectivo da muchas vueltas, zigzaguea las cuadras; si lo viéramos desde arriba con imágenes satelitales pensaríamos que escapa de una persecución policíaca. Nosotros, al subir, completamos su capacidad; pese a ser un día sábado va repleto de pasajeros. Yo voy parado haciendo equilibrio con las piernas en "v" para no caerme sobre uno hombre bastante irritado. Le pregunto a una de las chicas nuevas cómo la pasó; mueve los labios y sin mirarme a la cara, como si buscara algo en el asiento de adelante autografiado con liquid paper, responde sonriendo; pero el bullicio de los demás hablando, superponiéndose unos a otros, me impide escucharla. La ventanilla, aunque le falta mucho para ser limpia y transparente, deja mirar las nubes cargadas. Como siempre, cuando miro lluvia, me agarro fuerte y aprieto los dientes. 

Mesurado, reteniendo emociones, dejo aflorar leve y mentalmente un dato duro: en este distrito hay cincuenta tomas de tierras en total.



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