El sábado pasado la Proxemia la rompió y Vicky y Minzi estuvieron inspirados.
Como dijo Emilio: Alguien me preguntó cómo estaba y yo respondí "exultante" porque para mi es un doble placer que se conjuguen la creación literaria y la construcción colectiva.
Comparto uno de los dos fragmentos que leí; pertenece a un texto que aparentemente va para novela. Pueden leerlo escuchando este discazo.
Como si el cielo hubiese sido sopleteado por un pintor epiléptico, las tonalidades rojas morían anaranjadas detrás de las casas que rodeaban el arroyo angosto y playo, donde años atrás nadaban mojarras. A lo lejos, pendían cables colgados de dos gigantescas torres eléctricas. Donde empezaba el descampado y terminaba el enorme maxiquiosco, el cartel de lata “recarga” del locutorio se bamboleaba con los empujones de la brisa hirviendo. Más cerca, una señora, de pollera evangélica y de cara descolorida, cruzaba el arroyo pisando, tímida, sobre las placas de zinc que, por iniciativa de Desagastizabal, pusimos para hacer de cuenta un puente. A la derecha: una asfaltada, una de tierra, una asfaltada, una de tierra, una asfaltada, una de tierra: las calles intercaladas eran el circuito que venía zigzagueando el Colmenar, el único colectivo a la estación; a los tumbos venía, mientras lo peinaban ruidosamente las ramas de los árboles que bordeaban la calle, y dos perros toreando le escoltaban las ruedas. Una cuadra a la izquierda, un carro estacionado soportaba con dignidad media tonelada de fierros y plástico en desuso, mientras el caballo amarrado picaba las matas decorativas de la zanja paralela al cordón y el jinete empinaba un agua mineral. Luego, irrumpía el motor ronco de un descapotable amarillo; del interior emergía una cabeza rapada como de cantante latino; con un indudable intercambio de insultos los choferes se saludaban y luego seguían su camino poniendo en marcha sus respectivos vehículos: golpe en el lomo lacio por un lado, embriague y primera por el otro. En la terraza de la casa cercana, el vecino, en bata y exasperado, intentaba ahorrarse un técnico reparador: movía insistentemente el radar en miniatura que funcionaba como antena de la televisión digital. Sobre el palo de luz, un matrimonio de horneros asomaba el pico por la puerta de su vivienda de barro. Debajo, el picaflor de pecho blanco, que revoloteaba tras frondosas carquejillas, se elevaba hasta posar sus patas sobre el punto exacto del vértice que formaba la esquina de la medianera, a una distancia de dos ladrillos consecutivos de donde estábamos sentados nosotros; sentados en la cima del taller, a una altura de casi cuatro metros, bárbaramente agarrados de viejos pero sólidos restos esqueléticos de vigas abandonadas. El short ajustado y la superficie dura donde apoyaba los muslos, le remarcaban a Lorena las venas púrpuras que se le dibujaban en sus piernas blancas; piernas que terminaban en pies de uñas con esmalte azul, mirando a la calle, balanceadas en un leve ir y venir que, de sólo mirarlas, poco a poco me aliviaban los nervios, poco a poco me calmaban la ansiedad acumulada toda en los músculos gemelos, tensos, endurecidos, por culpa de una nueva jornada improductiva.
Al fin y al cabo Lorena no demoró en decirme lo que yo necesitaba escuchar: tocándome una rodilla y levantando las cejas, preguntó amenazante. ¿Para cuándo el mangazo? ¿Me vas a decir que no la pensaste? Al principio intenté ignorarla. Segundos más tarde, le dije: ¿Vos creés?... Si, nabo, llamálo, animáte. Nunca le pedí nada, no sé... Al contrario, cuando éramos chicos era yo el que… Por eso, te debe una, se va a copar, vas a ver. Si ni siquiera lo conocés Lore, le respondí. Ay Patricio… me hablaste tanto de él que hasta le puedo armar el currículum.
Por si Desagastizabal volvía antes de hora, escuchábamos atentos el mínimo sonido que nos resultara familiar e identificable con él: una voz aguda y de timbre estridente, un ruido de manojo de llaves, una puerta que se cierra. ¡Falsa alarma!… ahora, Pato, dame un beso, dale, decía Lore torciendo la comisura de los labios; sabía que yo no tenía mañas para evitar la sensación de vértigo al bajar el mentón; es decir, inclinarme hacia ella y desde ahí ver esa suerte de precipicio que se me aparecía como si estuviera en las alturas de un insólito acantilado, sin olas y sin rocas debajo, pero con el irremediable cemento esperándome. ¡Bajemos!
Pese a la oscuridad que progresivamente iba devorando la medianera, cuando Lore se movía para acomodarse en su imaginaria silla voladora, un lunar, diminuto como el punto de una “i”, se dejaba ver a medio camino entre el coxis y la última vértebra de su espalda. Arriba, la luna menguante anunciaba el turno noche. Tenés razón, no queda otra, te prometo que hablo con él, pero bajemos, es tarde, dije. Bueno… vos primero Pato.
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